La honestidad es prima-hermana de la bondad, de la verdad, de la integridad. Decirle honesto a alguien es decirle mucho, a pesar incluso de que se ha convertido en una de esas palabras que pronunciamos a la carrera, sin reparar en su trascendencia. Al mundo le iría mejor si la honestidad estuviera más extendida. Pues bien, Héctor Dada Hirezi no se cansará de retratar a Monseñor Romero como alguien honesto. Lo repetirá una y otra y otra vez.
—Creo que ninguno de nosotros habíamos valorado su absoluta honestidad humana y religiosa –dice Héctor cuando intenta explicarse a sí mismo por qué de un día para otro el preferido de la oligarquía se convirtió en voz de los sinvoz–, una conjunción de honestidades que lo llevaron a comprometerse en cosas con las que nadie esperaba que se comprometiera.
Héctor lo conoció muy bien, desde niño, desde cuando llegaba a la casa de su tío Emilio Simán y lo hallaba reunido con un joven cura migueleño llamado Óscar Arnulfo Romero. Ambos, Emilio y el padre Romero, mantenían encuentros esporádicos como directores que eran de Criterio y Chaparrastique, los semanarios de la arquidiócesis de San Salvador y de la diócesis de San Miguel respectivamente. Ahí empezó todo. Con los años, devinieron incontables las veces que Héctor y Monseñor Romero estuvieron juntos.
—Y usted –pregunto a Héctor–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Totalmente, pero ¿qué es la santidad en una teología sana? Hay que recordar que los dos grandes fundadores de la Iglesia fueron Pedro, que negó a Cristo, y Pablo, que perseguía cristianos; y los dos son santos. Los santos son seres humanos que cometen errores, como todos, pero que cumplen con los principios de honestidad, de bondad, de entrega a los demás, de cumplimiento de la palabra de Jesús de Nazareth… Y eso fue él.
—¿Esa plena conciencia de su santidad la tuvo después o antes del asesinato?
—En vida ya sentía que era un cristiano ejemplar. Si algo yo le respetaba es que hacía lo que él creía y lo hacía con sanidad de espíritu. Nunca le encontré una mala intención, y que no estuviéramos siempre de acuerdo no quiere decir que uno no respetara su total honestidad.
Su total honestidad, dice.
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Héctor Miguel Antonio Dada Hirezi nació el 12 de abril de 1938 al interior de la vivienda familiar, ubicada muy cerca del Campo de Marte, en el Centro Histórico de San Salvador. Sus apellidos son de origen árabe. Los dos abuelos nacieron en Palestina, y ambos llegaron a El Salvador después de pasar unos años en Nueva York, pero por caminos separados. Su padre, Cristo Miguel Dada, era un médico formado en Francia, cristiano ortodoxo, creyente en Dios pero poco amigo de los templos. Su madre, Graciela Hirezi, nació y se crió en Zacatecoluca, donde la familia era propietaria del principal almacén de la ciudad; era católica y religiosa en el sentido más tradicional de la palabra.
—Pero mi formación católica se la debo a los jesuitas –dice.
En una época en la que aprender a leer y a escribir estaba al alcance de pocos, Héctor estudió en la institución de educación secundaria más prestigiosa del país: el Externado de San José, administrado por la Compañía de Jesús. Los Dada Hirezi no eran oligarquía ni mucho menos, pero vivían con holgura.
—Puedo decir que tuve una infancia muy feliz, con mucho cariño en mi casa.
Los estudios superiores los realizó en la Universidad de El Salvador, Ingeniería civil, y fue en esos años, en la segunda mitad de la década de los 50, cuando comenzó a coquetear con la política. Se convirtió en dirigente estudiantil –llegó incluso a presidir la ACUS, Acción Católica Universitaria Salvadoreña–, y participó en la fundación del Partido Demócrata Cristiano (PDC). No aparece en el listado de fundadores tan solo porque estaba fuera del país el día de la inscripción en el tribunal electoral. En 1966, con apenas 28 años, ocupó una curul en la Asamblea Legislativa.
A finales de los 60 decidió estudiar Economía. Serias discrepancias con la dirigencia del partido por la guerra contra Honduras lo convencieron de hacerlo en el extranjero, y en 1970 se instaló en Bélgica. Para entonces estaba ya casado con Gloria Sánchez Chévez, la madre de sus cuatro hijos: Héctor, Rodrigo, Carlos y Gloria. De Europa se regresó definitivamente a inicios de 1977, conoció desde las entrañas –participó en la primera y en la segunda Junta Revolucionaria de Gobierno– la efervescencia política y sus consecuencias, y tres años después tuvo que irse de nuevo, esta vez a México y amenazado de muerte. Durante la guerra civil hizo consultorías y trabajó para institutos de investigación y para Naciones Unidas, y cumplió a rajatabla su decisión de no involucrarse con ninguna de las partes en conflicto.
—Me lo pidieron varios amigos –recuerda–, pero no me metí al FDR (Frente Democrático Revolucionario) porque nunca he creído en la lucha armada como medio de hacer política.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz, los Dada-Sánchez regresaron a El Salvador. La política pronto llamó a la puerta de Héctor: concejal en San Salvador, regreso a la Asamblea como diputado, ministro… Su rostro es hoy por hoy uno de los más conocidos de la política salvadoreña, y quizá uno de los más respetados.
—Pero El Salvador aún está como está, don Héctor. ¿Cómo duerme después de haberle entregado tanto al país?
—El mundo no es perfecto, y este país es más imperfecto que lo que debería ser. Yo aprendí hace tiempo que uno tiene que hacer todo lo que pueda para cambiar las cosas en la dirección que uno cree que es la correcta, pero Roberto, también aprendí que uno no tiene toda la responsabilidad.
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La primera vez que Monseñor Romero tuvo que mirar a los ojos de familiares de víctimas de una masacre perpetrada por la Guardia Nacional fue el domingo 22 de junio de 1975, seis meses después de haber tomado posesión como obispo de Santiago de María. Sucedió en el cantón Tres Calles del municipio de San Agustín, departamento de Usulután, lugar en el que el día anterior unos 40 agentes se habían presentado a la 1 de madrugada y habían asesinado a sangre fría a seis campesinos –José Ostorga, sus tres hijos, dos vecinos– de una comunidad eclesial de base. La noticia había llegado a oídos de Monseñor Romero el propio sábado, y el domingo se desplazó hasta Tres Calles. Tras verificar en persona lo sucedido, decidió escribir dos cartas para explicitar su inconformidad: una dirigida al presidente de la República, su amigo el coronel Arturo Armando Molina; y la otra, a los obispos salvadoreños. Pero se negó a denunciar públicamente lo ocurrido.
La noticia de la tragedia se regó por todo el país, y se coló en la agenda de la Comisión Nacional de Justicia y Paz, un organismo consultivo conformado por laicos y religiosos del que tanto Monseñor Romero como Héctor formaban parte.
—Tuvimos una gran discusión ese día, bastante fuerte, porque nosotros decíamos que había que denunciar la masacre, y él sostenía que no, que la Iglesia tenía que actuar por caminos más discretos –dice Héctor.
Esa actitud timorata ante la represión se desvanecería tras la toma de posesión como arzobispo de San Salvador, y Monseñor Romero hoy es recordado en todo el mundo como un referente incuestionable en materia de derechos humanos. Esa metamorfosis, que algunos llaman conversión, fue años después motivo de conversación. “Hoy entiendo muchas de las cosas que ustedes nos decían en la Comisión de Justicia y Paz”, le dijo a Héctor en alguna ocasión.
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Héctor amaneció el 18 de marzo de 1977 en Bélgica, donde vivió varios años y cosechó una licenciatura y una maestría en Economía por la Universidad Católica de Lovaina. Abordó un avión y cruzó el océano Atlántico junto a toda su familia, esta vez con la firme intención de radicarse definitivamente en El Salvador. Eran años sin internet ni televisión por satélite, pero Héctor se había esforzado por no desconectarse de la realidad salvadoreña. Sabía que a Óscar Arnulfo Romero, un viejo conocido suyo, lo habían nombrado arzobispo de San Salvador hacía un mes. La elección no le había hecho gracia porque él era de los convencidos de que el indicado para el puesto era monseñor Rivera Damas.
La última escala del vuelo fue en el aeropuerto de La Aurora, en Ciudad de Guatemala. Allí subió otro viejo conocido suyo: monseñor Emanuele Gerada, el nuncio apostólico para Guatemala y El Salvador. Entonces había menos formalidad en los aviones y, como varios asientos estaban vacíos, apenas despegó la aeronave, el nuncio Gerada y Héctor se sentaron juntos para platicar.
—Usted me tiene que ayudar a convencerlo –le dijo el nuncio Gerada–, lo que está haciendo Monseñor Romero es una locura.
—¿Y qué es lo que está haciendo? –preguntó Héctor, sorprendido de que estuvieran hablando de la misma persona tradicionalista y sumiso a la jerarquía eclesiástica que él conocía.
—¡Quiere cerrar las iglesias!
Seis días antes de aquel encuentro en las alturas habían acribillado al padre Rutilio Grande. Reunido el martes 15, el clero había aprobado en asamblea y de forma abrumadora la idea de oficiar en Catedral metropolitana una misa única. Monseñor Romero respaldó la petición, algo que escandalizó sobremanera al Gobierno del coronel Molina y a Gerada, quien apenas unas semanas atrás había sido su principal promotor.
Al día siguiente de su llegada a El Salvador, en la víspera de la misa única, Héctor se acercó a las oficinas del arzobispado, situadas en el segundo piso del seminario San José de la Montaña. Le dio el pésame por lo del padre Grande y le comentó su conversación con Gerada, pero no trató de convencerlo de nada. Al contrario, se puso a sus órdenes.
—La relación con monseñor Gerada era tensa –recuerda–, creo que porque él nunca entendió lo que pasaba en este país ni la honestidad de Monseñor Romero. Él era de ese sector de la Iglesia para el que la tranquilidad es lo más importante, sin importar el costo.
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El 22 de enero de 1980 las calles de San Salvador acogieron la manifestación más multitudinaria jamás vista en el país. Héctor se atreve a calificarla como la más grande jamás vista en Centroamérica. Estimaciones conservadoras cifraron en 250,000 las personas que respondieron a la convocatoria realizada por la Coordinadora Revolucionaria de Masas, el más firme intento por unificar el crisol de movimientos sociales en que estaba fraccionada la izquierda salvadoreña.
—Nunca se había visto algo así –dice–, y yo, honestamente, pensé que con esa manifestación iban a intentar tomarse Casa Presidencial.
Fue tanta la afluencia que mientras algunos aún esperaban salir desde el monumento al Divino Salvador del Mundo, otros estaban ya frente a la catedral, donde se dice que comenzaron los disparos. Monseñor Romero registró sus impresiones en su diario personal: “A la altura del Palacio Nacional se inició un tiroteo que desbandó esta preciosa manifestación –preciosa manifestación, dice–, que era una fiesta del pueblo”. Para finales de enero su apoyo tácito a las organizaciones populares, y por extensión a sus reivindicaciones, tenía a la base el desencanto acumulado hacia la Junta Revolucionaria de Gobierno, de la que en ese momento Héctor era uno de los cinco integrantes. Aquel día, los principales funcionarios de Gobierno siguieron los acontecimientos encerrados en Casa Presidencial. Después de que las radios reportaron el tiroteo, Héctor y Monseñor Romero hablaron por teléfono.
—Monseñor, esos disparos no son de soldados –le aseguró Héctor–. Acabo de consultar y me han garantizado que se cumplió nuestra orden de que no hubiera ningún agente de seguridad ni ningún soldado en el camino.
—Pero hay gente en catedral que los está viendo disparar desde el Palacio Nacional.
—No puede ser, Monseñor.
Sí pudo ser.
Cuando confirmó por otras vías la veracidad de la versión, Héctor se levantó en medio de una reunión de gabinete y pidió explicaciones al ministro de Defensa, el coronel Guillermo García, que encarnaba la línea dura dentro de la Fuerza Armada. La nueva versión era que en efecto habían dejado unos guardias para custodiar el Palacio Nacional y que se pusieron tan nerviosos que dispararon, pero sin órdenes de sus superiores. Hubo más disparos y más muertos en más lugares. Trece años después, la Comisión de la Verdad cifró entre 22 y 50 los fallecidos entre los manifestantes, además de un centenar de heridos.
—Yo soy una persona muy tranquila, pero verdaderamente reaccioné con mucha violencia ese día –dice–. Creo que los militares nos estaban viendo la cara.
Al día siguiente, 23 de enero, la tensión se mantuvo. Tras lo ocurrido en la víspera, unas 40,000 personas se habían refugiado en la Universidad de El Salvador, y el Ejército, desplegado en los alrededores, amenazaba con ingresar con el pretexto de que escondían armas. Monseñor Romero se presentó en Casa Presidencial para solicitar que levantaran el cerco militar, y esa visita fue el detonante para otro violento choque verbal entre las antagónicas visiones que había dentro del gabinete.
Con el paso de los días la situación, lejos de calmarse, se tensó más: asesinatos, atentados, huelgas, ametrallamientos, tomas de fábricas, secuestros… En la madrugada del 23 de febrero un escuadrón de la muerte irrumpió en la vivienda de Mario Zamora, procurador general de la República y máximo exponente de la línea progresista al interior del PDC, con la que Héctor se identificaba. Lo ametrallaron en un baño de la casa.
—Y ese sí ya fue el fin.
Solo entonces se convenció de lo que ya sabía pero se negaba a admitir: que las fuerzas que empujaban el país hacia la guerra abierta eran más poderosas que las que trataban de evitarla. También al interior la Junta Revolucionaria de Gobierno de la que formaba parte.
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La conclusión a la que llegó esta comisión, después de haber oído testigos presenciales fidedignos y de haber platicado con numerosos corresponsales extranjeros que se encontraban en el lugar de los hechos, es la siguiente: 1.) La manifestación convocada por la Coordinadora Nacional de Organizaciones Populares de Masas se estaba realizando en una forma pacífica y ordenada. Esta actitud desde un principio contrastó con la actitud provocadora de la derecha, a la que la misma Junta de Gobierno culpó como causante del desorden. 2.) Antes de que se iniciara la balacera desde una avioneta se estuvo arrojando veneno contra los manifestantes. […] 4.) Hay una gran convergencia de opiniones en señalar a estos guardias nacionales del Palacio Nacional como los responsables de la balacera. 5.) Algunos de los manifestantes defendieron a sus compañeros disparando también con armas de fuego. […] 7.) Aunque sí hubo posteriormente acciones de repudio por parte de algunos miembros de las organizaciones populares (quema de algunos autos, saqueos), la mayoría no se dejó provocar como tal vez hubieran deseado los de la derecha, sino que se refugiaron en templos o edificios cercanos y varios miles sin dispersarse se fueron a proteger ordenadamente en el recinto de la universidad nacional. […] 9.) Toda la información radial de estos acontecimientos fue controlada por el Gobierno, quien ordenó que se mantuvieran por más de 48 horas las emisoras de radio en cadena nacional, difundiendo solo la versión oficial. 10.) La prensa nacional publicó solo fotografías de los manifestantes que andaban armados, pero no de las actitudes de la derecha y de la Guardia Nacional que los agredió.
(Monseñor Romero, homilía del 27 de enero de 1980)
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Durante finales de los sesenta y en buena parte de la década de los setenta Héctor tuvo una intensa actividad política como militante de la democracia cristiana. Tras el golpe de Estado del 15 octubre de 1979, se desempeñó como canciller durante la primera Junta Revolucionaria de Gobierno e integró la segunda Junta tras la recomposición de enero de 1980. Mantuvo además una privilegiada relación con Monseñor Romero, que terminó convertido en un actor político trascendental del trienio 1977-1980. Héctor tiene mucho que decir sobre lo ocurrido en esos años, pero aún no se anima.
—Desde hace mucho tiempo tengo el guión hecho para escribir un libro algún día, pero debo confesarte, Roberto, que me cuesta mucho hablar de estas cosas.
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Convencido de que nada podía detener la guerra civil, y sabedor de que era objetivo prioritario de los escuadrones de la muerte, el 3 de marzo de 1980 Héctor renunció a su cargo en la segunda Junta y decidió abandonar de inmediato el país. Pero antes visitó a Monseñor Romero.
—¿Él no le pidió que se quedara? –pregunto.
—No, le di las explicaciones de mi decisión y le dije: esto, Monseñor, no va hacia ningún lado.
En realidad, el país sí fue hacia algún lado: directo a un precipicio del que tardaría más de una década en salir. Héctor se exilió, y desde la lejanía vivió el principio del fin: tan solo durante el primer año de exilio asesinaron al arzobispo, asesinaron al rector de la Universidad de El Salvador, violaron y asesinaron a cuatro religiosas estadounidenses, torpedearon cualquier posibilidad de diálogo con la tortura y el asesinato de seis dirigentes del FDR, la guerrilla lanzó la Ofensiva final, se creó el Batallón Atlacatl… Socorro Jurídico del Arzobispado cifró en más de 28,000 los asesinatos de civiles tan solo en 1980 y 1981.
Tras aquel último encuentro, Héctor voló hacia México, solo, y nunca más volvió a ver a Monseñor Romero. Pero su esposa Gloria sí visitó al arzobispo el 12 de marzo y le facilitó el número de teléfono de la casa en la que se hospedaba su marido. También ella le pidió consejo: la Policía de Hacienda ya había ido a buscarla a su lugar de trabajo.
—Gloria, también usted debe de irse –le aconsejó–. Si se queda aquí, la van a matar.
—El que está en peligro de que lo maten es usted –le respondió.
—Pero usted está casada y tiene hijos, y yo soy obispo. Usted tiene que irse, y yo me tengo que quedar.
Gloria también voló a México, lo hizo con boleto de ida y vuelta. Los hijos se quedaron en principio en El Salvador. El jueves 20 de marzo, Monseñor Romero tomó el número telefónico que la esposa le había dejado y lo marcó.
—Héctor, ¿está allá su señora? –le preguntó secamente.
—Sí, Monseñor.
—Pues quítele el pasaporte y el boleto de avión, y que se quede con usted. Si regresa, la van a matar.
—Sí, mi señora me contó que usted le recomendó eso.
—Es que así son las cosas. Su señora se tiene que quedar en México.
Monseñor Romero le colgó el teléfono. Pocas veces Héctor lo sintió tan imperativo, pero no hubo ninguna otra ocasión para preguntarle el porqué. A los cuatro días, ese mismo aparato volvió a sonar en torno a las 7 de la tarde. Esta vez el que preguntaba por él era Djuka Julius, un periodista de Tanyug, la agencia de noticias estatal de Yugoslavia, al que Héctor había conocido unos días atrás.
—Me acaban de hablar de San Salvador –le dijo–, solo cuelgo y lo llamo a usted. No le puedo dar detalles porque ahora no sé más, pero acaban de matar a Monseñor Romero.
Héctor sintió como si le dispararan en el pecho.
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El asesinato Héctor lo interpretó como una operación de guerra desde un inicio, como un intento por deshacerse de la única persona que tenía la autoridad moral para llamar al diálogo. Quienes lo mataron quisieron matar la voz de la conciencia de un país entero. Quisieron matar la honestidad.
—Algunos sectores al inicio culparon a los grupos insurgentes, ¿usted llegó a dudar?
—En absoluto. Cuando ocurre algo así, la primera pregunta que uno debe hacerse es quién gana con eso, y la derecha en El Salvador fue tan torpe que permitió que la izquierda recibiera los frutos de la popularidad de Monseñor Romero, a pesar de que él criticaba con dureza todo tipo de lucha armada. También Estados Unidos necesitaba una solución rápida, y yo no sé cuánto se involucró el grupo de asesores norteamericanos, pero el asesinato me parece que fue una acción que pretendía forzar a lo que los norteamericanos me dijeron a mí el 14 de febrero de 1980: que la guerra la podían ganar en no más de seis meses.
Cuando escuchó ese argumento en boca de un alto representante de la embajada de Estados Unidos, Héctor sonrió y le respondió que al fin oía un punto en común con el pensamiento de la guerrilla en ciernes: que la guerra sería corta.
―Había una obsesión entre los estadounidenses de que podían derrotar a la guerrilla así –y chasquea sus dedos– si les soltaban las manos. Y Monseñor Romero era la persona que les amarraba las manos.
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La Comisión concluye lo siguiente:
Existe plena evidencia de que:
- El ex-Mayor Roberto D’Aubuisson dio la orden de asesinar al arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando como “escuadrón de la muerte”, de organizar y supervisar la ejecución del asesinato.
- Los capitanes Álvaro Saravia y Eduardo Ávila tuvieron una participación activa en la planificación y conducta del asesinato, así como Fernando Sagrera y Mario Molina.
- Amado Antonio Garay, el motorista del ex-capitán Saravia, fue asignado y transportó al tirador a la capilla. El señor Garay fue testigo de excepción cuando desde un Volkswagen rojo de cuatro puertas, el tirador disparó una sola bala calibre .22 de alta velocidad para matar al arzobispo.
(De la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Naciones Unidas, San Salvador/Nueva York 1992-1993)
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El jueves 15 de febrero de 2007 la Asamblea Legislativa, en sesión plenaria, debatió una propuesta para nombrar a Roberto d’Aubuisson Arrieta Hijo Meritísimo de El Salvador. Ese día el llamado primer órgano del Estado se asemejó más un estadio de fútbol que a la sede del Poder Legislativo. Militantes y simpatizantes de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el partido fundado por D’Aubuisson, llegaron a la sesión, pero eran minoría frente al nutrido grupo que llegó a oponerse al homenaje con carteles que explicitaban su rechazo. “D’Aubuisson, hijo meritísimo de la muerte”, decía uno. “No al asesino de Monseñor Romero”, decía otro. De entre todos los diputados, Héctor, representante entonces de un pequeño partido de centro-izquierda llamado Cambio Democrático, era el que más y mejor lo había conocido.
—No era la primera vez que se discutía sobre Monseñor en la Asamblea. De vez en cuando los de ARENA se lanzaban a hablar pestes de él, y muchas veces me tocó decirle a alguno: usted nunca lo conoció, yo sí, y lo conocí lo suficiente como para decir que usted está mintiendo.
Pero aquel 15 de febrero optó por la prudencia. Incluso hubo un momento en el que, en medio de la discusión, subió a pedir calma a detractores y partidarios de D’Aubuisson. Cuando solicitó la palabra, habló poco pero sustancioso.
—En esa ocasión solo les dije quién era Roberto d’Aubuisson.
—¿Y quién era Roberto d’Aubuisson? –pregunto.
—También lo conocí bien. Era un poquito menor que yo y siempre fue un pistolero, desde que tenía 16 años, borracho y pistolero. Y siguió siendo borracho y pistolero toda su vida.
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(Este perfil de Héctor Dada Hirezi es una de las nueve semblanzas incluidas en el libro 'Hablan de Monseñor Romero', escrito por Roberto Valencia, periodista de El Faro, y editado por la Fundación Monseñor Romero. El libro se publicó en marzo de 2011.)